Entender el lenguaje de un pueblo
hasta incorporarlo en la cotidianidad del oficio de los fogones pareciera ser
una metodología simple cuando se es cocinero venezolano. Sin embargo, después
de escuchar la conferencia del chef Sumito Estévez Perdidos en traducción me
queda la angustia de cómo desde mi cocina “Hablar al pueblo en el lenguaje del
propio pueblo”.
Desconozco cuál será la fórmula para
consolidar el lenguaje venezolano que me determina y me define. De lo que sí
estoy segura, es que la construcción de ese lenguaje pasa por identificarme con
lo que soy, enorgullecerme de mi país, para lo cual necesariamente debo
reconocerme desde lo individual hacia lo colectivo.
El reconocimiento individual requiere
de mirar hacia adentro y al hacerlo inevitablemente reconozco en mi familia el
espacio de encuentro con la comida que ha alimentado mis afectos y mis
emociones y sin temor a equivocarme encuentro que cada celebración familiar,
siempre acompañada de un alimento, determinó mi actualidad y por ello hoy, cuando pienso en cómo empezar
a construir mi propio discurso al iniciarme en el oficio de cocinera venezolana,
comienzo por inventariar los platos familiares que alimentaron mis querencias.
Es así como inicio el viaje a la niñez y viene a mi mente el dulce de las
semillas de cacao fresco chupadas a la
orilla de La Trilla cuando mi papá o mi mamá nos llevaban para Cumboto, Cata o
Cubagua.
La casa de mi abuela Luisa en Maracay
era el centro de los sabores donde nos encontrábamos los primos durante un mes
en cada una de las vacaciones. Tenía un gran pasillo con los cuartos a los
lados y el final estaba sellada por un comedor de seis puestos, generalmente encabezado por la abuela que se sentaba en la
punta de la mesa y con su voz dulce y amarga nos llamaba con los nombres
cambiados y luego metía en nuestras bocas un pedazo de algún “manjar especial”
que ella estuviera comiendo y que nosotros solo podíamos comer en pocas
cantidades.
Fue allí donde por primera vez probé
el mango hilacha y la manga, el jurel con ocumo chino, el dulce de lechosa
madura, de lechosa verde, la mala rabia, el besito de coco, la nucita en vaso
cervecero, la conserva hueca. Todos como premios que nos daba la abuela feliz
de tener su casa llena de nietos traviesos a quienes generalmente regañaba y
luego acariciaba con un bocado.
Definitivamente, era un gesto de amor que suavizaba la dureza de mi
abuela Luisa, una mujer determinada, de
1,70 mts de altura, india y negra, crecida en las fincas de cacao de Cumboto, quien en madurez llevó a
sus 12 hijos a Maracay para que estudiaran.
El fuerte carácter de mi abuela lo apaciguaba
la dulzura de mi tía Juliana y mi tía Ana. Queridas ambas y querendonas
también, por eso durante nuestras vacaciones nos alimentaban con mucho cariño y
gracias a ella comíamos caraotas cremosas en el punto exacto de comino, la carne mechada guisada sin salsa
demás pero tampoco de menos, hallaquitas de pimentón, arroz con pollo
amarillito que parecía aguadito, el mondongo espeso y proteico que nos obligaba
a dormir. Las arepas, cómo recuerdo esas
arepas gruesas, grandes y crocantes por fuera, porque la concha siempre quedaba
tostadita, pues de verdad las sacaban al escuchar su sonido hueco, después de pasarlas
por el budare y tostarlas en la cocina de kerosene, donde colocaban la lata de
leche con rejilla para las arepas. Cada tarde coronaban su cariño regalándonos
un golfiado de la placita de San Juan.
Vacaciones era sinónimo de Maracay,
comida rica, tíos, abuela, papá y primos. La comida de mi Papá, aunque también servida
en Maracay, siempre me supo a Trujillo porque tenía esa forma de guisar de los
páramos con tomate y papa. Comer esa comida y pensar en Trujillo me daba
nostalgia y alegría porque me recordaba a mi abuela Inés, que siempre nos
recibía con una arepa amasada y estirada
en piedra, tan delgaditas que se asaban rapidito en el budare de hierro que
siempre reposaba en el fogón de leña. Esa arepa siempre nos la servía con
mojito y cuajada. Si nos portábamos bien, mi papá cerraba la visita con un paseo
que incluía a pollos Eladio, currunchete o dulce de apio.
Siempre celebré la comida de Maracay
y Trujillo, pero la que definitivamente marcó mi vida fue la tachirense porque
fue en San Cristóbal donde viví 22 años y por eso la pizca andina, el mute
dominguero, la arepa con cuajada, las arepas de harina de trigo, el pan de
guayaba, arequipe, el pastel de yuca, de carne con arroz, bocadillo con queso,
bollitos de corazón y mazorca, hallaquitas de maíz, la sopa de arveja, entre muchas
otras cosas, determinaron mis gustos para siempre; pero la de mi madre la que abrió mi gusto por
celebrar el tiempo libre con mi familia cocinando un plato especial.
Sólo los fines de semana tenía el
placer de disfrutar la sopa de arepa con pollo, el arroz con pollo y vegetales,
el pernil de Capacho horneado, la sopa de caraota, las lentejas con padre
nuestro, el sancocho de costilla, la ensalada de repollo morado y blanco, el
pasticho de carne o el atún en ruedas
horneado con mantequilla ajo, y limón. Esos sabores los guardo en el corazón y
afortunadamente, de vez en cuando puedo disfrutarlos, ahora desde la despensa margariteña que desde hace
12 años me acoge y adopta con toda su inmensidad.
La comida siempre me determinó y nunca tuve conciencia de ello, por eso
cuando empecé a estudiar cocina, pensé siempre en platos complicados y
desconocidos, pero luego de cursar el primer trimestre en el ICTC comienzo a
sentir alegría de la riqueza de ser nacida en Mérida, de padre trujillano y
madre aragüeña, criada en San Cristóbal, porque tuve que viajar para
encontrarme con los afectos y esos encuentros siempre estuvieron plenos de
comida venezolana.
Recorrer esa comida con conciencia, aprehenderla,
reinterpretarla, y descifrarla hasta convertirla en mi sello en la cocina es el
reto que tengo por delante. Definitivamente, es una aventura que apenas
comienza. Espero que en años futuros encuentre este artículo y descubra que fui
fiel a mí misma, que entendí mis
ingredientes, mis platos, los interpreté, adecué a mi tiempo histórico y ojalá cuando
me vea al espejo pueda decir: “Ahora sí soy una cocinera, orgullosamente
venezolana”.
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